Augusto, como todos los días, camina tranquilamente por la 1era transversal de Los Palos Grandes, disfrutando de la inmensa sombra de los árboles y con el pensamiento perdido entre la luz tropical que se cuela entre los árboles que le dan sombra a la urbanización. Hoy ha decidido no pensar en nada. Este silencio que encuentra en el ruido sordo de la ciudad, el soundtrack de su vida, parece ser lo único que lo rodea.
Tan distraído en sus pensamientos estaba, cuando de pronto tropezó con alguien, a penas alcanzó a balbucear un "Disculpe" cuando sintió como una mano fuerte lo tomaba por el brazo y le decía: "Calmadito, mirando al piso, Ud no grite, no haga escándalo" y al mismo tiempo sentía el helado beso de una 9mm apuntandole. En fracciones de segundo había entrado en una camioneta con vidrios oscuros. No pudo ver nada más, un capuchón obscuro le cegó la visión. Solo escuchó la gruesa voz que dijo "Arranca".
Agusto Echegaray repasaba mentalmente sus posesiones, un carro pequeño de hace 5 años, la laptop que aún cargaba encima -se lo llevaron con todo y maletín- un smartphone y un pequeño apartamento tipo estudio (o tipo repaso como decía en broma) más sus modestos ahorros y, aún así, se consideraba un exitoso profesor universitario. Definitivamente él no era típico objetivo de secuestro. El silencio en el vehículo era pasmoso, los cuatro hombres no hablaban entre sí, pero sentía desplazarse a toda velocidad con rumbo desconocido.
Habían pasado 45 minutos -calculó mentalmente Echegaray, como buen profesor de matemáticas- cuando el ritmo del vehículo cambió y sintió el típico bamboleo de las carreteras plagadas de curvas, comenzó a sudar frío, su respiración se aceleró y casi podía jurar que en su delirio había visto a La Parca. De no ser un hombre religioso, comenzó a repetir mentalmente las vetustas oraciones que su abuela le había enseñado. "Si hay un Dios, mejor es estar en paz con él antes de despegarse de la tierra". Creyó estar tranquilo, pero su angustia se notaba a leguas. Uno de los hombres le dijo "Tranquilo Profesor Echegaray", lo que en vez de calmarlo incrementó su terror, pues resulta que sí, que él era objeto y sujeto del secuestro.
Otros 45 minutos pasaron hasta que el vehículo detuvo su marcha, Augusto pensó era el fin de su agonía, pero pronto el sonido de los cauchos sobre la tierra le hizo entender que sólo se habían salido del asfalto para tomar un camino rural. Ya quería que terminara esto, como fuera pero que terminara. El ruido de sus pensamientos lo atormentaba tanto o más que el silencio de los hombres que lo llevaban cautivo.
Pasado un cuarto de hora, el vehículo se detuvo. Los cuatro hombres abrieron las puertas, casi al unísono. Augusto sintió una brisa fresca y a lo lejos escuchó el canto de un alcaraván, supo así que se encontraba en el llano. Pero los nervios no le permitieron llegar a una deducción lógica. "Quédese aquí, con el profesor" dijo uno de los hombres con voz autoritaria. Pensó Augusto que se trataba del líder de la operación. Escuchó los pasos de tres personas alejandose en la tierra y se quedó paralizado de terror, respirando casi sin hacer ruido.
El caserón, inmenso como la sabana, estaba prácticamente solo. Una mujer sentada en un escritorio tras una computadora blanquísima, en un estudio repleto de libros, estaba absorta en la patalla del aparato. "Señorita, aquí le trajimos el encargo. ¿Qué quiere que hagamos con él?" preguntó Tomás, el fiel capataz del fundo. Le prometió a Don Guillermo hace años cuidar de la muchachita y hacer cualquier cosa por ella, y este día cumplió la promesa, esa, de hacer "cualquier cosa".
La mujer, apenas levantó la mirada por encima de la pantalla para decir con voz severa: "Tomás, llévelo hasta el merecure que está en el patio. Antonio, traiga mis sogas de enlazar y Francisco consigase unas mangueras bien largas". Nunca la habían visto así, primera vez que se les encapricha la jefa de tal manera, y el fuego de esos ojos negros era más profundo que cualquier quema del llano. Los hombres salieron veloces a cumplir lo pedido.
Encerrada en la oficina, caminó de un lado a otro, como una tigra mariposa encerrada. Por el ventanal vió cuando Tomás se llevó a Augusto casi arreado hasta el merecure, ese donde tantas veces vieron ponerse el sol de los venados. Le dieron ganas de llorar, pero estas no eran horas de estar sentimental. Tomó el cuchillo de su escritorio y bajó a reunirse con los peones al pié del árbol.
Cuando se acercaba, la mujer hizo una seña a sus hombres para que guardaran silencio. Augusto, encapuchado, no sabía lo que le esperaba; de pronto sintió un empujón que lo puso contra el tronco de un árbol y unas sogas que lo ataban. Antes lo habían atado así, pero con seda; hoy un olor a ganado se mezclaba con ese perfume. Creyó delirar, hasta que de pronto comprendió todo, la carretera de tierra, el alcaraván, los nudos que conocía, ese perfume, tenía que ser ella: Carmela. El nombre se escapó de los labios, pero la rabia no permitó a Carmela escuchar esa voz.
A una señal de Carmela Medrano, uno de los hombres le quitó la capucha al profesor Echegaray. Las luces del día se iban, esa hora de la tarde siempre la hizo hermosa, pero hoy sus ojos fulguraban con un odio que él sospechó siempre posible, pero jamás había visto. Agusto bajó la mirada. "¡Mírame!" gritó Carmela mientras azotaba la tierra con el látigo.
Agusto Echegaray repasaba mentalmente sus posesiones, un carro pequeño de hace 5 años, la laptop que aún cargaba encima -se lo llevaron con todo y maletín- un smartphone y un pequeño apartamento tipo estudio (o tipo repaso como decía en broma) más sus modestos ahorros y, aún así, se consideraba un exitoso profesor universitario. Definitivamente él no era típico objetivo de secuestro. El silencio en el vehículo era pasmoso, los cuatro hombres no hablaban entre sí, pero sentía desplazarse a toda velocidad con rumbo desconocido.
Habían pasado 45 minutos -calculó mentalmente Echegaray, como buen profesor de matemáticas- cuando el ritmo del vehículo cambió y sintió el típico bamboleo de las carreteras plagadas de curvas, comenzó a sudar frío, su respiración se aceleró y casi podía jurar que en su delirio había visto a La Parca. De no ser un hombre religioso, comenzó a repetir mentalmente las vetustas oraciones que su abuela le había enseñado. "Si hay un Dios, mejor es estar en paz con él antes de despegarse de la tierra". Creyó estar tranquilo, pero su angustia se notaba a leguas. Uno de los hombres le dijo "Tranquilo Profesor Echegaray", lo que en vez de calmarlo incrementó su terror, pues resulta que sí, que él era objeto y sujeto del secuestro.
Otros 45 minutos pasaron hasta que el vehículo detuvo su marcha, Augusto pensó era el fin de su agonía, pero pronto el sonido de los cauchos sobre la tierra le hizo entender que sólo se habían salido del asfalto para tomar un camino rural. Ya quería que terminara esto, como fuera pero que terminara. El ruido de sus pensamientos lo atormentaba tanto o más que el silencio de los hombres que lo llevaban cautivo.
Pasado un cuarto de hora, el vehículo se detuvo. Los cuatro hombres abrieron las puertas, casi al unísono. Augusto sintió una brisa fresca y a lo lejos escuchó el canto de un alcaraván, supo así que se encontraba en el llano. Pero los nervios no le permitieron llegar a una deducción lógica. "Quédese aquí, con el profesor" dijo uno de los hombres con voz autoritaria. Pensó Augusto que se trataba del líder de la operación. Escuchó los pasos de tres personas alejandose en la tierra y se quedó paralizado de terror, respirando casi sin hacer ruido.
El caserón, inmenso como la sabana, estaba prácticamente solo. Una mujer sentada en un escritorio tras una computadora blanquísima, en un estudio repleto de libros, estaba absorta en la patalla del aparato. "Señorita, aquí le trajimos el encargo. ¿Qué quiere que hagamos con él?" preguntó Tomás, el fiel capataz del fundo. Le prometió a Don Guillermo hace años cuidar de la muchachita y hacer cualquier cosa por ella, y este día cumplió la promesa, esa, de hacer "cualquier cosa".
La mujer, apenas levantó la mirada por encima de la pantalla para decir con voz severa: "Tomás, llévelo hasta el merecure que está en el patio. Antonio, traiga mis sogas de enlazar y Francisco consigase unas mangueras bien largas". Nunca la habían visto así, primera vez que se les encapricha la jefa de tal manera, y el fuego de esos ojos negros era más profundo que cualquier quema del llano. Los hombres salieron veloces a cumplir lo pedido.
Encerrada en la oficina, caminó de un lado a otro, como una tigra mariposa encerrada. Por el ventanal vió cuando Tomás se llevó a Augusto casi arreado hasta el merecure, ese donde tantas veces vieron ponerse el sol de los venados. Le dieron ganas de llorar, pero estas no eran horas de estar sentimental. Tomó el cuchillo de su escritorio y bajó a reunirse con los peones al pié del árbol.
Cuando se acercaba, la mujer hizo una seña a sus hombres para que guardaran silencio. Augusto, encapuchado, no sabía lo que le esperaba; de pronto sintió un empujón que lo puso contra el tronco de un árbol y unas sogas que lo ataban. Antes lo habían atado así, pero con seda; hoy un olor a ganado se mezclaba con ese perfume. Creyó delirar, hasta que de pronto comprendió todo, la carretera de tierra, el alcaraván, los nudos que conocía, ese perfume, tenía que ser ella: Carmela. El nombre se escapó de los labios, pero la rabia no permitó a Carmela escuchar esa voz.
A una señal de Carmela Medrano, uno de los hombres le quitó la capucha al profesor Echegaray. Las luces del día se iban, esa hora de la tarde siempre la hizo hermosa, pero hoy sus ojos fulguraban con un odio que él sospechó siempre posible, pero jamás había visto. Agusto bajó la mirada. "¡Mírame!" gritó Carmela mientras azotaba la tierra con el látigo.
Nada de esto habría ocurrido si Carmela no le hubiera pedido por favor a Augusto que guiara a Maigualida durante su estancia en Caracas. Maigualida es una muchacha del pueblo, Carmela desde niña le tenía aprecio. Carmela Medrano ha estado viviendo según los preceptos de su padre, quien siempre le dijo que todos eramos iguales y que los afortunados como ella debían retribuirle al mundo su buena fortuna siendo amables con los demás y "enseñándolos a pescar" para que pudieran progresar. "Carmelita, siempre será un mejor mundo si a todos nos va bien." le solía decir el Viejo Medrano. Por eso Carmela se emocionó tanto cuando Maigualida, ahora maestra del pueblo, le dijo que iría a Caracas a estudiar una especialidad y precisamente en la Universidad donde su querido Augusto daba clases. Ignoró entonces que ese favor sería cuchillo para su garganta.
No quiso estudiar agronomía, en vez de eso Carmela Medrano decidió hacerse abogada y especializarse en Derecho Agrario. "De la tecnología se ocuparán los ingenieros y veterinarios, pero para defender esta tierra hay que ser abogado" le porfió siempre a su padre que soñaba ver a su hija única como la amazona de esas tierras y no como la abogada del pueblo, y es que Carmela se fue a Caracas -donde conoció a Augusto- para siempre volver al llano, donde lo mismo representaba a sus vecinos y sus grandes agropecuarias, que a la humilde gente del pueblo a quienes atendía siempre ad honorem por lo que la abogada Medrano estaba perfectamente consciente de todos los artículos del Código Penal que estaba violando en su venganza, mas estaba determinada a demostrarle a todos que sí, ella podría ser muy buena, pero no tonta ni estúpida.
Sacó del bolsillo de su pantalón un papel arrugado y mirando a Agusto le dijo: "¿Sabes que es esto? Es un papelito que tu Maigualida me dejó por debajo de la puerta de la casa". Ella no es "Mi" Maigualida, ripostó Agusto tratando de defenderse, craso error. Carmela había aprendido a entenderse con la mirada con sus trabajadores, y una alzada de ceja y movimiento de cabeza fue suficiente para que Francisco, manguera en mano, bañara con agua helada al profesor Augusto Echegaray mojándole de una vez hasta los pensamientos.
La imagen era realmente patética, un hombre mojado y amarrado de un árbol, una mujer reclamando lo que reclaman todas, la deslealtad y tres trabajadores haciendo caso a su jefa hasta los límites de la ley y más allá. Una tarde que ya se convierte en noche, bandadas de pájaros volviendo a sus nidos, luceros que comienzan a aparecer en el cielo infinito y la brisa fresca de enero ignoran las pequeñas voluntades de la gente.
"Señorita Carmela", comenzó a leer ella remedando la voz chillona y gestos de la Maestra Maigualida. "Usted no sabe que pena me da tener que decirle esto. Fue muy amable de su parte ofrecerme ayuda para mis viajes a Caracas, es algo que siempre le agradeceré. Pero considero que Ud debe saber que el Profesor Echegaray ha sido muy especial conmigo, al principió creí que era por recomendación suya para que no anduviera yo tan perdida en la ciudad, pero luego me di cuenta que no podían ser sus deseos esas atenciones especiales que tenía el profesor conmigo. Una noche, se ofreció a llevarme hasta la residencia, pero hablamos tanto -es tan entretenido- nos confesamos todo entre copas de vino y finalmente me le entregué. Yo había estado renuente, pues por la relación de ustedes, pero Augusto me dijo que eso no significaba nada. Yo creo que es mi deber advertirle porque Augusto ha estado jugando con usted y, es tan buena Carmela, que la verdad no se merece que le hagan esto. Espero me disculpe, Maigualida Pérez".
¿Qué tienes que decir de esto Echegaray? Preguntó Carmela al tiempo que tiraba la carta al suelo. Augusto guardó silencio, bajando la mirada. "Contesta Echegaray, qué tienes que decir de esto? ¿Acaso no es tu Maigualida visto que "se te entregó" como ella bien dice? ¿No lo niegas?
No puedo negarlo, al fin habló Augusto. Tampoco pienso pedirte perdón Carmela, porque verdugo no pide clemencia. Acepto tu castigo, cueste lo que cueste, merecido lo tengo. Bastante te dije, no todos son merecedores de tu bondad, de tus sonrisas, de ese optimismo a prueba de fuego que tienes siempre. Hasta la saciedad te repetía, bajo este mismo árbol, que yo podría resultarte peligroso y nocivo, que mejor te alejaras antes de que fuera demasiado tarde.
Otra andanada de agua siguió a la confesión altiva de Augusto, quien comenzaba a sentir los efectos del agua y de un frío que le helaba los huesos.
Carmela se acercó caminando hacia Augusto, como un felino aproximándose a su presa y le susurró en el oído ¿Quieres saber qué hice con tu Maigualida?. "Supongo la habrás azotado a latigazos como hacía tu tatarabuelo con las esclavas" respondió socarrón un emparamado Augusto. "Pues no. Hemos mejorado las técnicas con los siglos" replicó con sonrisa maliciosa Carmela. "Llamé al Ministerio de Educación, tu sabes, tengo una amiga en la Dirección General de Educación Intercultural, y le dije: Esta muchacha, Maigualida, tan esmerada y perdiéndose en un pueblo donde no tiene posibilidades de desarrollarse. Me ha dicho que quisiera mayores responsabilidades y tiene una vocación de misionera realmente admirable. Así que palabras más, palabras menos, logré que la transfirieran de Coordinadora de Educación para los Pueblos Indígenas en San Carlos de Río Negro"
"Genial. No esperaba menos de ti, aún en la venganza logras verte como una buena mujer" comentó Augusto.
No creas que he terminado contigo, le dijo Carmela, pues visto que te gustan las maestras, voy a enseñarte un poco de significado, a mi estilo. Y ordenó otro gran baño de agua helada, esta vez a tres mangueras, que dejó a Augusto más mojado y con más frío, ahora temblando, irremediablemente, estornudando y tosiendo, en un estado realmente deplorable.
- ¿Por qué no me encerraste en un calabozo? Gritó Augusto, gastando sus fuerzas.
- Te escaparías. Además no sería tan entretenido como torturarte con agua helada bajo un merecure.
- Siempre te ha gustado la diversión muchachita.
- Se me olvidaba. Tu con cinco años más que yo eres todo un anciano, un vejestorio.
- ¿Este es el trato que le debes a los ancianos?
- Disculpa, no te considero un anciano. No te considero nada porque aquí nada significa.
- Soy distinto de tí. ¿Cuánto te cuesta entenderlo?
- ¿Lo he negado? Hasta donde yo sé, distinto significa algo que no es parecido, que tiene diferentes cualidades. ¿Acaso hay algo más distinto de un hombre que una mujer?
- ¿Hasta cuando me vas a tener aquí?
- Hasta que me de la gana. Hasta que me expliques de qué se trató toda esa entrega de Maigualida.
- Pensé que nos habíamos olvidado de eso.
- Pues no, yo no me he olvidado de eso. Quiero saber por qué lo hiciste. ¿Querías ponerme en boca de todo el pueblo? ¿Querías darme una lección de tu peligrosidad?
- Aunque verdugo no pide clemencia, te voy a explicar algo Carmela. Yo no ando buscando enamorarme de nadie. Solo buscaba una mujer con quien desahogarme, con quien fornicar, eyacular y fin. Nada de querer, nada de atardeceres, jazz, música o merecures.
- Has podido pagarle a una prostituta. Has podido acostarte con cualquiera en Caracas. Aquí pagas más la torpeza que otra cosa.
- Si tuviera que eligir entre un torpe desahogo con cualquier mujer o sentarme contigo a conversar, te elijo a ti. Si tuviera que elegir entre tus palabras y tu risa, o cualquier otra cosa en el mundo, te elegiría a ti.
Ya se disponían los peones a mojar nuevamente al hombre, cuando Carmela le dijo "Cierren el agua, busquen unas mantas y ropa seca". Desenfundó el cuchillo que llevaba al cinto y cortó la soga que ataba a Agusto. Se abrazaron como fundiéndose... y susurrándole al oído ella le dijo "Está bien, pero que no se repita".
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