jueves, 21 de abril de 2011

Canto de Estrígido

Ha funcionado su creatividad de exterminio. Necesitó pocas letras, una pizca de ego y 350 gramos de obstinación. El trabajo estaba listo. Mirar atrás no es parte del protocolo. Arrastró las ropas junto a sus pasos, no quiso terminar de vestirse. No ahí.

El gélido piso besaba su piel. Un silencio absoluto inundó todo. Esta vez no escuchó llantos, ni súplicas. Marcharse sería más fácil de lo imaginado. Cerró la puerta.

Gotas de sangre iban marcando su ruta. "Aumentar los cuidados” tomó nota mental, prosiguió su marcha. El pespunte rojo continuó cosiéndole el destino; mientras, una sonrisa de satisfacción iluminaba su rostro: quinientas millas en treinta y dos horas, un excelente récord, lo mejor de este año.

Escucha voces, apresuró el paso. Un susurro a su oído: "Eres mía". Volteó a la derecha. Nadie. Otra vez la oxicitocina. Decidió ignorarla. Una banda de neurotransmisores no le arruinaría la velada.

Se detuvo un momento. Vista de lejos parecería un flamingo, alzando la pierna para colocarse un tacón y luego, en frágil equilibrio, repetir la hazaña. Pequeño charco de sangre. Al final del helado pasillo estaba la tierra, no le gusta sentirse en contacto directo con el planeta. Esto sería perfecto si tuviera mármol, se le escuchó decir una vez en la playa. Aún desnuda, correctamente calzada, superó los metros que la separaban de su auto.

El sonido de la alarma se perdió en la inmensidad, destrabados los seguros, abrió la puerta. Antes de subir al auto, prefirió cubrirse con el diminuto vestido negro que traía en las manos. Suficiente para considerarla vestida, aunque verse así debe ser ilegal en alguna parte. "Eres mía, como no lo has sido de nadie" otra vez esa voz masculina susurrándole. Voltea, oscuridad. La tierra bebe las gotas de su sangre.

Baja el tapasol, se mira en el espejo. Sus labios hinchados denotan la lucha de aquellos besos. Con una toalla limpia los restos de saliva antes de aplicarle un brillo malva, que hacía a la boca verse más exuberante. Cabellos revueltos por el huracán de aquellas manos, no quiso peinarlos. Gusta de exhibir sus heridas de batalla, como la marca de los dientes que, en un arrebato de pasión, él le dejó en la parte interna de un brazo. Sube el tapasol, asegura el cinturón de seguridad, enciende el auto y las luces, al despejar esa oscuridad, le dejan ver por un instante el vuelo de un mochuelo. Señal de buena suerte, dijo para sí misma.

Avanzó por la carretera de tierra, con los vidrios bajos dejando entrar la brisa nocturna. El filo de la medianoche es su hora favorita del día. Solo se escucha el sonido de las llantas deslizándose sobre el camino y el ronroneo del motor. Siente el calor de un aliento en su nuca, se estremeció, todos los vellos del cuerpo erizados. "Me encanta el temblor que tienes en este momento" susurró el hombre. Frenó. Volteó y, en el asiento de atrás, solo estaba un teléfono celular. Desabrochó el cinturón, por si acaso. Subió los vidrios esculcando la oscuridad, prosigue la marcha, acelera. Ya quiere irse.

El camino hasta su casa se le hace eterno. Los cuarenta y cinco minutos más largos de la historia. Esa humedad que le inundaba la entrepierna, con un calor semejante al del infierno. Sintió deslizarse por la cara interna de su muslo izquierdo un líquido hirviente, casi transparente, que como un herraje la iba marcando hasta llegar al tobillo y perderse en el tacón. Un extraño olor inundó el auto. No quiso bajar los vidrios, la voz estaba en el aire. Lo presentía.

Cincuenta metros antes de llegar al garaje activó el control remoto. La puerta se abría lentamente. Sobre la rama de un árbol se distinguía la forma de un Otus Choliba, la mirada de esos ojos amarillos la atravesó. Finalmente entró con el auto, escuchó cerrarse el portón tras de sí mientras corría desesperada a su cuarto.

Desnuda, frente al espejo miró su cuerpo. "Nadie te hará sentir como yo" podía leerse en su muslo izquierdo, las carnes rojas y sangrantes. Su boca abierta, un grito contenido, los ojos desorbitados y la tensión del cuello denotaban el horror del momento. El corazón a millón. Un espectáculo dantesco. En el pecho, justo entre sus senos, tenía el herraje con la inicial de ese nombre y junto a su ombligo las mordidas dejadas por él, dibujando la ruta de sus besos. Cada parte de la piel que él había tocado estaba destrozada, la dermis hecha jirones, sangrando por todos lados. La espalda un encaje de arañazos, en el cuello las marcas púrpura de esos dedos le recordaban cada instante de placer vivido con el hombre que le robó el aliento y ahora estaba acabándole la vida.


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