Despojada de optimismo o terquedad, sólo me queda una cuenta regresiva, un tic tac, como una bomba a punto de explotar. Quedarse o irse es la misma incertidumbre. ¿Me quedo? ¿Me voy? y en ese eterno ritornello, como quien deshoja una margarita, se me han pasado los minutos, días, semanas, meses, 16 años de la vida.
Me quedo. Sí, me quedo y le echo ganas a la vida, le pongo el pecho a las balas, me arriesgo a vivir bajo este azul tan inmenso, en este verde espectacular, con el gusto a dulce de lechoza en los labios. Me quedo, claro que me quedo, porque irme es rendirse, es decirles a los malos que ganaron, que pudieron conmigo. Por supuesto que me quedo, porque el exilio es una cosa horrible que te borra el presente y te deja atrapado en un laberinto de recuerdos. Me quedo para que la vida de mi padre tenga algún sentido 20 años después de su muerte.
Entonces me quedo, me ilusiono con un amor, con un camino, con miles y miles de utopías en este país de mariposas multicolores y cucarachas que vuelan. En una madrugada, siempre es de madrugada, aparece una arpía -a quien el odio no termina de llevársela a donde se la tiene que llevar- a destrozar los sueños, a inundar de pesadillas los días, a convertir en trizas el trabajo de hormiguita que hicimos. Lloré en tantas madrugadas desesperanzadas frente a la televisión que llegué a creer que se me habían acabado las lágrimas.
Es que la vida no se acaba con estos madrugonazos María Victoria, me dice mi ya envejecida madre. Hay que seguir adelante. Sigo adelante, a la voz de la inspiración. Sigo trabajando por un mejor país. ¿Y si me dedico a enseñar? El futuro son los jóvenes, me digo. Es que yo ya no soy joven, aunque quiera seguirlo siendo. Se me han ido 16 años en esto. Aparece la oportunidad, pero era capricho, pura vanidad. Eran jóvenes solo en la cédula de identidad. Cuarenta y dos ancianos frente a mí, destilando mediocridad, exigiendo ser eximidos por el sólo hecho de estar en la lista de clases. Me quedé ahí, con mis artilugios y mi magia, mis campanitas de cristal, mis lápices de colores. ¿Qué? ¿No quieren aprender? Airam con su vocecita me dijo: "María Victoria, ellos siempre han sido así. Yo quiero aprender de tí, pero sabes, no tiene sentido que pierdas tu tiempo con nosotros. Sigue tu vida."
Seguí mi vida, pero la idea de irme me perseguía en sueños, en hermosos sueños. Mientras, lo cotidiano, se iba convirtiendo en pesadillas. Pesadillas de trabajos atrasados, atrasados por el cliente, por los inquilinos, por los trabajadores, por el registro, por el tráfico y finalmente, por mí misma, porque todo esto me fastidia y me agota. Me agota tanto que se me olvida decirle "TE AMO" al ser más espectacular que ha llegado a mi vida en estos dieciseis años. Me agota tanto que se me olvida sonreír. Me cansa tanto todo esto que he dejado mis tacones porque no sé dónde, cuándo, cómo, por qué o para qué tengo que hacer una cola: cola para pagar una crema dental, para preguntar cuánto cuesta un par de zapatos, para que me atiendan en el banco, para mantenerme viva.
No olvidaré nunca el día en que decidí irme de aquí. 25 de Junio de 2014, eran las 6 de la tarde. Una de las ancianas con disfraz de joven me escribió: "Profe: mataron a Airam" Ella, la de la vocecita, la que quería aprender de mí, ella que era como un boquete de esperanza, ya no estaba. Me quedé en shock. No pude llorar, no pude gritar, no pude hacer nada. Solo levanté la vista del teléfono y le dije a mi madre y a Mr. N "Mataron a Airam, mi alumna". No les dije que siento como un poquito de mi fe se fue con ella, como sentí desgarrarme el alma. No fui a su velorio. No voy a velorios que no sean de la familia. No voy a llorar a alguien que conocí 3 meses. Aquí estoy escribiendo, llorando y recordando sus últimas palabras. "Son las cinco de la tarde. Ven María Victoria a dar tu clase" Me las escribió una semana después que renuncié, que decidí llevarme mis lápices de colores porque no valía la pena, aunque ella, sólo ella valía la pena.
Desde ese día todo ha sido "Me tengo que ir". Irme antes que este país me mate. ¿Saben algo? Este país ya me mató. Acabó mis sueños, acabó mis ganas de echar para delante, acabó mi confianza, acabó mis alegrías, acabó mis sonrisas. Este país se robó mi vida, mis anhelos, mis ganas de tener hijos, todo se lo chupó como un agujero negro. Me levanto un día tras otro y nada me motiva. Nada más me motiva que irme. Irme arrastrando este cuerpo y dos maletas con los dólares que pueda comprar. Irme al país que me de cobijo. Irme desterrada. Sin patria. Sin cielos azules, sin cerros verdes, sin limoneros en flor, sin canciones, sin aguas multicolores. Solo irme a ver si en alguna parte aprendo nuevamente a vivir, a ver si en alguna parte vuelvo a ser yo. O descubro quién soy después de este pocotón de años.
Ya no quiero trabajar, lo hago por dinero. Como lo hacen las prostitutas. Yo que una vez amé lo que hacía hoy lo detesto. Lo hago porque hay que hacerlo, porque es lo que hay pero no quiero. Me invento nuevos proyectos y en el camino los abandono, porque es una energía artificial. Dentro de mí, nada hay.
Irme cada día está más cerca. Pusimos a andar la rueda. Hay un país que nos recibirá, que nos acogerá como sus hijos adoptivos, la nueva vida está cerca, a la vuelta de la esquina. Entonces me ataca el miedo. ¿Podremos? ¿Seré capaz? ¿Cuándo volveré a tener casa, carro, trabajo, algo mío? Y lo más profundo ¿Qué pasara con quienes se quedan aquí? ¿Cuando volveré a abrazar a mi madre? ¿Cuándo volveré a caminar por la orilla de la playa con mis tíos? ¿Quién cuidará de mi gato? ¿Y mi abuelita? ¿Pasarán necesidades? ¿Podré ayudarlos? Ellos son lo hermoso de mi país y voy a perderlo. Sólo quedaran las fotos, el skype, los recuerdos.
Escribo esto envuelta en un llanto amargo. Volvieron las lágrimas, las que yo creía desterradas, las que se gastaron en horrendas madrugadas electorales, las que se ahogaron tantas veces en mi corazón roto destrozado por sapos.
Me voy a ir. Ganaron los malos.
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