Vago, casi desesperada y sedienta. Hambrienta de letras. No de cualquier letra, no, de esas letras. Suyas. Eso pasa cuando me acostumbro a algo, a tenerlo fácil, cómodo, instantáneo. Con el café madrugador, con el susurro mudo de la noche, con el sol avasallante, con el tráfico infernal. Eso pasa cuando me acostumbro más que a algo, a alguien.
Los algo suelen ser fijos, estáticos. No les gusta salir de la rutina. Por eso me aburren algo, o mucho. Los alguien, por el contrario, son dinámicos, creativos, impredecibles. Por eso no debo acostumbrarme a alguien.
Usualmente no lo hago. Eso, acostumbrarme. Alguien pasa y lo contemplo, le miro, le leo. Alguien pasa y puede irse, sin que se le extrañe. Se disfruta, sí, el tiempo vivido con ese alguien. Se atesora, como quien atesora estampillas. No, no estampillas, como quien atesora libros y luego, después de leídos los da a otros ojos para que los disfruten. No me acostumbro a los libros, ni a alguien.
Pero a veces pasa -y no me gusta- que llega alguien y se vuelve presencia. Presencia que no es estar, eso no es necesario. Presencia que es. Entonces me acostumbro, a algo de ese alguien. Ya les he dicho, son cambiantes y de pronto, predeciblemente, cambia de una manera... como sea y deja de estar presente para simplemente pasar.
Pasa, pero yo no quiero que pase. Está, pero no está como quiero que esté. Entonces como un adicto busco eso de ese alguien. Ese alguien que alimentaba mis ojos con pastillas de poemas, con retazos de versos, con zurcidos de historias. A veces creo que no sabe que le leo, o sabe que lo hago pero me ve pasar como alguien.
Hoy tocó salir a buscar mi dosis de poesía, gracias a alguien...
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