lunes, 15 de noviembre de 2010

Refugio



Minerva estuvo tan feliz esos días, no sólo había volado hasta la luna entre los brazos de Iván -a veces lo efímero de un beso contiene la inmortalidad- sino que él había inundado sus sentidos con letras y músicas, con sonidos antiguos pero nuevos para ella.

De pronto un día no hubo letras, ni sonidos, ni voces, ni luces de colores en cajas negras, ni mensajes en botellas. Esa tarde Minerva se quedó sentada en la orilla de la playa... llegaron muchos escritos pero sus ojos solo querían leerlo. "Estará ocupado" se dijo.

Lo extrañaba tanto, pero ella no sabía si se valía extrañar al Señor de los Faroles. Quería escribirle, pero terminó arrugando montones de papeles, quebrando botellas... No debía escribirle, no, no era correcto. Se le agolpó todo de pronto, algo había que hacer con eso. Se le ocurrió que podía escribirlo y lanzarlo al viento, total, él había dejado de leerla, ella lo sentía.

Iván vivía en el desconcierto. "Los que van a saquear siempre sonríen" se repetía mientras revisaba faros de isla en isla. Tanta sonrisa, tanto color no podía ser algo bueno. Había que permanecer lejos de esa chica que derrumba murallas con tres notas y una palabra mal escrita (Minerva siempre escribe algaraza en vez de algazara). A ratos revisaba sus escritos, y cuando ella cometía un traspié, él se decidía a escribirle. De pronto, alguna canción se parecía a ella y era inevitable enviarle la partitura con una gaviota cómplice en ruta a su isla. Intentaba permanecer en silencio, lo lograba.

Acostumbrada al arrullo del mar, Minerva no concebía tanto silencio, ese silencio absoluto en que estaba sumida. Era como estar siempre bajo las aguas, la compañía de los corales era lo único que le daba sosiego, y es que en alta mar, como en tierra firme, no hay nada mejor que el trabajo para olvidar, para entretener a un corazón inquieto y lleno de dudas. "La felicidad dura un instante, pero la duda es eterna" pensaba.

Una noche, ya acostumbrada al silencio -no a las apariciones intempestivas que la descolocaban- Minerva quiso escuchar esa música antigua que Iván le regalaba. Dudó antes de escribirle, se decidió a conjurar a estas voces por sí misma. Entonces descubrió a Sarah y Cassandra, Dexter y Stan... se enamoró del Jazz y en él encontró refugio.



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