domingo, 12 de septiembre de 2010

Lo que trae la mar

Escribió como cualquier día en su extraño ritual de lanzar al mar botellitas con mensajes de hasta ciento cuarenta letras. Un ejercicio mágico le dijeron, y el mar siempre traía respuestas… a veces traía mensajes socarrones, otros días eran alegres, instructivos, llenos de hechizos y noticias de otros lugares, lejanas islas, remotos mares… pero una tarde, llegó una botella distinta, una respuesta inesperada.

“Hola Artemisa. ¿A cuáles infames seres vas a cazar hoy con tus doradas armas?” Yo no soy Artemisa pensó, pero su imaginación, atrapada por lo que presumió un juego, la impulsó a responder: “A los que quebrantan el orden del Universo negándose a sonreír” sin saber que quien le escribía no era aficionado a las sonrisas pero, al leerla, con el hechizo invocado en esa palabra, mirando a las estrellas sonrió.

Se desataron los conjuros de las olas y una brisa marina los abrazó a ambos.

Minerva al finalizar la tarde solía sentarse en el muelle a lanzar botellas al mar y leer lo que siempre las aguas le traían. Algunos mensajes le eran más queridos que otros, quizá por instructivos, por alegres o porque eran de amigos en vecinas islas quienes, también enviaban mensajes para ella. A veces iba a estudiar corales y caracolas, a trabajar con fosforescencias en la noche o a buscar caballitos de mar y en el trayecto, sobre los azules, dejaba su estela de mensajes que llevaban diligentes las olas a quien quisiera leer. No solía esperar mensajes de nadie, solo leía lo que las corrientes le quisieran traer, pero esa noche, frente a un mar obscuro y revuelto, ella esperaba volver a leerlo.

Con su nombre de huracán él parecía arrasarlo todo a su paso. Nació una noche donde los vientos del Atlántico y las aguas del Caribe presagiaban el fin del mundo y en la que, milagrosamente, sobrevivió. Aunque lo rescataron de las aguas, lo llamaron Iván como la tormenta que acabó con todo, salvo con su vida y que lo signó para siempre con una fuerza animal con la que combatió siempre las adversidades, pero también lo apartó de las sonrisas… hasta esa noche en que Minerva le hizo llegar sus letras.

Se enviaron tantos mensajes que temieron acabar con las botellas, o que las corrientes marinas simplemente se negaran a servir de mensajeros entre una Minerva llamada Artemisa y un feroz Iván que sucinto escribía fábulas galácticas para ella. Más las fieles rutas del mar siguieron ayudándoles y nunca faltó un cristal donde encerrar sus minúsculos escritos.

Una tarde de azules infinitos en el mar y esplendoroso sol ella leyó “Minerva, ¿a donde puedo escribirte?” Ya las ciento cuarenta letras eran pocas, y aunque no sabían por qué ni para qué necesitaban más, ella se apresuró a responder “Utiliza este conjuro y tus letras aparecerán ante mí” y añadió una combinación de estrellas de mar, algas y caracolas… Así fueron haciéndose presentes, por arte de magia, las letras de quien, a solo pocas millas le escribía desde una fortificada isla, sin presagiar Minerva que en cada trazo de su manos se debilitaban poco a poco unas murallas, para ella, inexistentes…

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